Los ingenieros antes de la I Guerra Mundial


El final del siglo XVII y el XVIII suponen un momento de esplendor para la fortificación (y, en consecuencia, de los asedios). Por este motivo, los ejércitos europeos se vieron en la necesidad de disponer de especialistas, capaces de abordar la construcción de las complejas fortalezas abaluartadas y la no menos compleja labor de tomarlas. No es sorprendente que la creación de los Cuerpos de Ingenieros occidentales date de este periodo histórico (Francia en 1690, España en 1710, Reino Unido en 1716…).
Para entender la importancia de las fortificaciones, hay que citar brevemente las características de los ejércitos europeos de la época: el ejército típico de ese periodo histórico era ‘profesional’ (mercenario), por lo que su costo de mantenimiento era elevado, obligando a que su tamaño fuera pequeño. El mercenario no participaba de los frutos de la victoria, y es difícil pensar que estuviera dispuesto a asumir excesivos riesgos por un sueldo muy modesto. Sus valores morales y su lealtad a su ejército estaban en consonancia con su vinculación con la Nación que los emplea: en porcentajes muy elevados, la tropa estaba compuesta de extranjeros, procedentes de los países más pobres del continente (muchos alemanes, suizos, irlandeses, escoceses…) o bien de las capas más bajas de cada sociedad.
En el caso de los extranjeros, el hecho de encontrarse en un bando u otro en un conflicto determinado era puramente circunstancial, y, de hecho, en bandos opuestos podían encontrarse familiares o vecinos que habían sido reclutados por diferentes ejércitos. En ningún caso eran representativos de la sociedad a la que servían: sus clases de tropa eran en su mayoría mercenarios extranjeros, que, frecuentemente, ni siquiera dominaban la lengua local, mientras que sus oficiales (en muchos casos nombrados de forma hereditaria) pertenecían a la nobleza; en muchos países, la consideración social de la tropa era equivalente a la de las prostitutas y tenían negado frecuentemente el acceso a bares o posadas.
Como consecuencia, en caso de avecinarse una batalla (con tasas de fallecimientos frecuentemente superiores al 25%), la tasa de deserciones, habitualmente muy alta, alcanzaba límites intolerables. Debido a ello, los ejércitos de la época eran incapaces de emplear en campaña pequeñas unidades de forma independiente (existía un elevado riesgo de deserción si se separaban de sus mandos, o de que desertasen tras asesinarlos). De esto derivaban muchas consecuencias, pero sólo mencionaremos las tres más relevantes para comprender el papel de las fortificaciones: por un lado, los ejércitos se movían en grupos muy compactos, de forma que unas unidades ‘vigilasen’ a otras, previniendo posibles motines; por otro lado, la tropa no transportaba víveres de forma individual, sino que se les suministraba la comida mediante cocinas de campaña, para evitar que los posibles desertores dispusieran de víveres para huir (de hecho, las comidas eran además hitos de control del personal); finalmente, los ejércitos no podían recurrir a la requisa de víveres sobre el terreno, que solo era posible dividiéndose en pequeñas partidas.
Puesto que la reducida potencia de su armamento no permitía un combate efectivo a las unidades pequeñas, los ejércitos combatían reunidos en grandes masas. El tamaño de las fuerzas reunidas se combinaba con la incapacidad de fraccionarse en pequeños destacamentos para la requisa, por lo que los ejércitos precisaban grandes trenes logísticos. La introducción de la pólvora y el empleo cada vez mayor de artillería de campaña aumentó aún más la dependencia de los ejércitos de sus trenes logísticos. En consecuencia, por grande que fuese su capacidad de transporte, los ejércitos consumían al día una ingente cantidad de víveres, lo que obligaba a mantener siempre vías de comunicaciones abiertas con la retaguardia. Además, el propio tamaño de estos ejércitos reunidos impedía que pudiesen abastecerse de la explotación local de recursos, incluso adquiriéndolos a proveedores locales. En el siglo XVIII muy pocas zonas de Europa eran capaces de producir excedentes suficientes para alimentar un ejército en tránsito.
La necesidad de transportar estos grandes trenes de víveres limitaba el movimiento de los ejércitos a las vías de comunicación importantes, cuyo número era entonces muy escaso.
Como consecuencia de estos factores, los ejércitos sólo podían atacar a su adversario utilizando un limitado número de avenidas de aproximación (coincidentes con esas vías de comunicación), y no podían permitirse el lujo de que el enemigo pudiese cortarlas, pues ello supondría el colapso logístico del atacante. Por estos motivos, la medida obvia para el defensor para proteger su territorio nacional era la construcción de fortificaciones que cerrasen ese limitado número de conocidas avenidas de aproximación, mientras que el atacante se veía forzado a tomar esas fortalezas antes proseguir su avance, so pena de dejar en su retaguardia fuerzas enemigas capaces de cortar sus vitales trenes de suministros. El resultado final era que la actividad militar de ese periodo se caracterizó por la construcción de importantes obras de fortificación, y por la especialización en asedios.
Uno de los elementos esenciales para conducir un asedio eran los trenes artilleros. La Artillería del siglo XVII y de principios del XVIII era sumamente pesada, pues las técnicas de fundición estaban escasamente desarrolladas. En consecuencia, el despliegue de esas pesadas piezas implicaba la existencia no ya de caminos, sino de excelentes vías que permitiesen el tránsito de cargas inusualmente pesadas (una pieza de asedio solía pesar varias toneladas). Esto, junto con la citada dependencia logística hacía que los ejércitos precisasen personal especializado en mejorar la vialidad de los caminos existentes o, incluso, en construir vías de nueva planta. Inversamente, la destrucción de las vías de comunicación suponía un inconveniente mayor para los ejércitos de la época, por lo que la destrucción de las vías necesarias para la maniobra enemiga era igualmente importante. Estas necesidades de movilidad y contramovilidad impulsaron igualmente la creación de unidades de Ingenieros.
Sin embargo, durante el siglo XVIII se producen una serie de innovaciones que, poco a poco, apuntan a un posible cambio en la forma de desarrollar los conflictos.
Por un lado, se produce una importantísima mejora en la red viaria europea (en gran medida precisamente gracias al trabajo de los Ingenieros militares). Por otro lado, las mejoras en la fabricación de las piezas artilleras (el barrenado de los tubos, en lugar de la fundición en molde) permite aligerar la Artillería –base de la reforma encabezada por Gribeauval en Francia–, manteniendo o mejorando su potencia de fuego. La conjunción de ambas mejoras facilita el despliegue de trenes de asedio mucho más poderosos.
Sin embargo, el advenimiento de la Revolución Francesa, cambia profundamente la naturaleza de los ejércitos. En los ejércitos de modelo napoleónico, los mercenarios son sustituidos por ‘soldados-ciudadanos’, que luchan por razones morales/nacionales. Desaparece así (o se reduce enormemente) el problema de las deserciones. Por otro lado, la mejora del armamento otorga una mayor capacidad de combate a las Unidades.
Como consecuencia de ambos fenómenos, los ejércitos pueden fraccionarse en Unidades más pequeñas, capaces de vivir sobre el terreno. Esto reduce sus necesidades logísticas, y, en consecuencia, su dependencia de las grandes vías de comunicación, aumentando la libertad de maniobra de los ejércitos, que ahora disponen de muchas más posibles avenidas de aproximación al territorio enemigo, al tiempo que se reducen los peligros de dejar atrás fortificaciones rebasadas sin haber sido ocupadas. No es sorprendente que la guerra napoleónica se caracterizase por un escasísimo número de asedios, en comparación con las frecuentes batallas en campo abierto.
Sin embargo, el final de las guerras napoleónicas supone inicialmente un retorno al modelo de ejércitos del Ancien Régime, lo que prometía devolver su importancia a las fortalezas. Pese a ello, los años de paz derivados de la estabilidad política del sistema del ‘Concierto de Europa’ y las necesidades de reconstrucción económica en el continente desaconsejaron emprender grandes construcciones militares.
Los avances técnicos en el armamento ocurridos a lo largo del siglo XIX fueron poniendo de relieve la creciente letalidad del campo de batalla, y, con ella, la importancia de la fortificación de campaña. El desarrollo de la guerra de Crimea y, en particular, el de la guerra de Secesión norteamericana demostraron contundentemente la ventaja de las unidades atrincheradas frente a las atacantes en campo abierto.
La Guerra Franco-Prusiana supone también un hito importante para los trabajos de fortificación. La idea dominante en los ejércitos europeos era que la potencia de fuego de los nuevos fusiles de retrocarga otorgaba ventaja al defensor. Por otro lado, la Artillería de Campaña sufría una importante crisis: el alcance de los cañones de avancarga y de los primeros modelos de retrocarga a duras penas superaba al de los nuevos fusiles, cuestionando su supervivencia en el campo de batalla moderno, al ser muy vulnerable al nutrido fuego de fusilería. En consecuencia, en 1870, el Ejército francés planteó su defensa apoyado en las grandes fortificaciones fronterizas (Estrasburgo, Metz, Sedán…), donde esperaba desgastar a los prusianos en una batalla defensiva, hasta el punto de obtener la victoria. El excelente fusil Chassepot de la Infantería francesa garantizaba la letalidad de la defensa. Sin embargo, el desarrollo de ese conflicto no fue el esperado por los franceses: los prusianos emplearon contra las fortificaciones francesas una potente Artillería de tiro indirecto (obuses pesados, fundamentalmente), cuyo alcance era muy superior al de las armas francesas, y cuyas trayectorias hacían inútiles las fortificaciones francesas – en muchos casos, construidas en los s. XVII y XVIII -, diseñadas todavía para resistir a las armas de tiro directo.
Las nuevas características de la Artillería de asedio forzaron el rediseño de los sistemas defensivos: era necesario proteger las plazas fuertes mediante un ‘cinturón’ de fortificaciones situado a una distancia superior al alcance de la Artillería, con el fin de evitar los bombardeos artilleros sobre estas plazas. Además, era necesario añadir protección vertical, con el fin de proteger a los defensores frente a las armas de tiro indirecto. Así, en Francia, el General Raymond Séré de Rivières (1815-1885) diseñó un sistema fortificado de 166 fuertes que cubrían la frontera entre Alemania y Francia, protegiendo con ‘cinturones’ de fortificaciones las principales plazas fronterizas (entre ellos, el sistema defensivo de Verdún, que se hizo famoso en la PGM). Las fortificaciones del General Séré se construyeron entre 1874 y 1885, mientras que el General belga Brialmont, en 1887, fortificó con 21 grandes obras las ciudades belgas de Lieja (cruce ferroviario fundamental en el norte de Europa) y Namur (uno de los cruces principales sobre el río Mosa). En ambos casos, los sistemas fortificados tenían como finalidad canalizar a los ejércitos atacantes hacia zonas del terreno planeadas, con el fin de destruirlos en batallas en campo abierto. En este sentido, eran coherentes con el principio de conceder prioridad a la ofensiva como forma de alcanzar la victoria, frente al papel secundario concedido a la defensiva.
Sin embargo, este gran esfuerzo económico y técnico resultó poco rentable: casi inmediatamente, la mejora de los proyectiles explosivos en la Artillería – que se generalizaron a partir de 1885 aproximadamente – dejó obsoletas las fortificaciones construidas hasta la fecha, obligando a olvidar los sistemas abaluartados en cualquiera de sus formas, tendiendo hacia las fortificaciones subterráneas. En efecto, a partir de 1880, una serie de descubrimientos químicos en el campo de los explosivos, junto con los avances en metalurgia incrementan en gran medida el poder destructivo de la Artillería. Como ejemplo, un proyectil de 155 mm de 1870, fundido en hierro, pesaba 40 kg, con una carga explosiva de 1,4 kg de pólvora negra de baja calidad, para reducir el riesgo de una explosión prematura en el tubo (ese era el tipo de proyectil para el que se concibieron las fortificaciones de los Generales Séré de Rivières o Brialmont); en 1886, el Ejército francés probó proyectiles de ese calibre fundidos en acero, con un peso de 43 kg, y con una carga de 10,3 kg de melinita, explosivo con una potencia doble que la de la pólvora negra de alta calidad (Vaubourg & Vaubourg, 2017). Es decir, el poder explosivo del proyectil se había multiplicado por un factor de más de catorce en apenas quince años. Ese mismo año, el Ejército francés probó estos nuevos proyectiles, disparando contra el Fuerte de la Malmaison (uno de los fuertes construidos por Séré de Rivières en 1882). Los resultados fueron concluyentes: las fortificaciones tradicionales no podían resistir de ninguna manera la potencia de fuego de la Artillería moderna.
Como consecuencia, los franceses probaron en Bourges ese mismo año y el siguiente, diversas modalidades de fortificaciones, construidas en piedra o en hormigón, con diversas formas, llegando a la conclusión de que solo el hormigón podía proporcionar cierta protección contra los nuevos proyectiles de Artillería, cobertura que mejoraba en posiciones enterradas. Simultáneamente, en Châlons experimentaron con torres artilladas en cúpulas acorazadas fijas y retráctiles y en Saint-Cyr con sistemas de ventilación forzada (sin sistemas de evacuación de humo no era posible hacer fuego con piezas artilleras dentro de las fortificaciones subterráneas con las que se experimentaba, y los ventiladores requerían suministro eléctrico). De este conjunto de experiencias nació un nuevo sistema de fortificaciones: subterráneas, construidas en hormigón, con piezas artilleras en cúpulas o en barbetas… Las conclusiones de los franceses fueron las mismas que las obtenidas por los alemanes en una serie de ensayos llevados a cabo desde 1881. Sobre esa base, los alemanes construyeron en Alsacia el primer fuerte ‘moderno’, la fortaleza Kaiser Wilhelm II en Mützig, en 1895, el antecedente directo de las grandes obras de fortificación posteriores a la Primera Guerra Mundial.
Para Francia las conclusiones de estos experimentos supusieron un cambio radical de su doctrina: claramente, las fortificaciones construidas por Sère de Rivières eran prácticamente inútiles frente a la nueva Artillería. Sin embargo, el elevado coste de las ‘nuevas’ fortificaciones necesarias estaba fuera del alcance de los recursos económicos del país (en Francia se deonominó a esta situación ‘la crise de l’obus torpille’ – la crisis del ‘proyectil torpedo’, por la forma de los nuevos proyectiles, completamente distinta de la esfera tradicional). Además de ello, el avance tecnológico parecía apuntar a que los futuros desarrollos de la Artillería también dejarían obsoletas las fortificaciones enterradas en breve… Estas reflexiones reforzaron las ideas de parte de los pensadores franceses sobre la primacía de la ofensiva, y contribuyeron a un cambio radical de la doctrina francesa, desde una preferencia por la defensiva hacia lo que se denominó ‘la ofensiva a ultranza’ (‘offensive à outrance’), aspecto que se explicará en más detalle más adelante. En esa orientación ofensiva, la fortificación (y los Ingenieros) tenían un papel muy limitado. Las conclusiones de los franceses se extendieron rápidamente a la mayoría de los ejércitos europeos.
En cuanto a la fortificación de campaña, se preveía una guerra muy rápida, en la que no se esperaba tener tiempo (ni necesidad) de ejecutar este tipo de obras, por lo que se le prestó una atención escasa.
De la misma forma, la necesidad de mejorar las carreteras también se redujo, ante la disponibilidad de la excelente red viaria construida en Europa durante el s. XIX. Sin embargo, las experiencias de las guerras de Unificación Alemana y de la Franco-Prusiana habían demostrado la importancia del ferrocarril para movilizar y concentrar los ejércitos, y, apuntaban hacia una creciente dependencia logística de los ejércitos del acceso a los recursos transportados por ferrocarril: el creciente tamaño de los ejércitos hacía cada vez más difícil ‘vivir sobre el terreno’ (excepto durante periodos muy limitados de tiempo), por lo que la logística, basada sobre el ferrocarril, parecía ser la solución. Esta creencia en la dependencia logística de los ejércitos del ferrocarril implicó la creación y la expansión continua de unidades dedicadas a la construcción de vías, incluyendo terminales de carga y descarga. Por razones obvias, estas unidades nacieron en el Arma de Ingenieros. De hecho, en Rusia o Francia, los trazados de ferrocarril respondieron a las necesidades militares antes que a las comerciales; en Alemania se intentó en cambio aprovechar el trazado comercial para uso militar. La construcción de vías no era sólo una labor de tiempo de paz: en tiempo de guerra era necesario construir vías para circunvalar fortalezas situadas sobre el trazado del ferrocarril (como hicieron eficazmente los prusianos, rodeando Metz con una vía apresuradamente construida por sus Ingenieros en 1870), y para construir nuevas vías en las zonas de despliegue de los ejércitos. En realidad, la experiencia de uso militar del ferrocarril (especialmente las extraídas de la guerra entre Prusia y Austria de 1866 y la de la guerra Franco-Prusiana de 1870-71) demostró que las vías eran más fáciles de reparar de lo previsto, y más difíciles de destruir de lo esperado (especialmente en las llanuras europeas): como consecuencia, los tendidos de ferrocarril tenían más utilidad en la ofensiva de lo previsto
Como consecuencia de estos desarrollos, los ejércitos previos a la Gran Guerra disponían de escasas unidades de Ingenieros, fuera de las unidades dedicadas a operar, mantener y expandir los sistemas ferroviarios. La mayoría de las unidades de Ingenieros disponibles se encuadraban en unidades centralizadas en niveles de mando elevados, dedicadas a construir grandes fortificaciones fijas, o a operar infraestructuras de retaguardia (como el citado caso de los ferrocarriles). La Divisiones rusas o británicas de 1914 carecían completamente de unidades de Ingenieros, mientras que las francesas sólo tenían una Compañía (dedicada esencialmente a labores de movilidad por carretera) y las alemanas disponían de una Compañía centrada también en movilidad sobre carreteras y de otra Compañía adicional de pontoneros, dada su vocación ofensiva en una región (la frontera entre Alemania y Bélgica y Francia) abundante en cursos de agua.
A finales del siglo XIX se empezó a utilizar en América el alambre de espino para cercar el ganado. Este medio se empleó como obstáculo de circunstancias en las defensas de Santiago de Cuba, durante la guerra Hispano-Norteamericana (1898), y posteriormente en la guerra de los Bóers (1899) y en la guerra ruso-japonesa (1905). Sin embargo, los tendidos empleados eran sencillos y poco profundos, aunque se reveló como un importante obstáculo para las unidades de Infantería. Sin embargo, como el resto de medidas de fortificación de campaña, se consideró que la velocidad de movimiento en la guerra futura impediría su tendido.
Como consecuencia de lo expuesto, en 1914 ninguno de los contendientes tenía grandes capacidades ni una doctrina clara de empleo de los Ingenieros en campaña, fuera de su labor como Cuerpo especializado en grandes obras de infraestructura fija, y como auxiliares para incrementar la movilidad de las Divisiones de Infantería en momentos puntuales.

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