La ofensiva y la defensiva antes de la I Guerra Mundial


 Los ejércitos que más atención habían prestado al desarrollo de una doctrina propia eran el francés y el alemán, que constituían los modelos a imitar por el resto de sus coetáneos. La influencia militar francesa, especialmente, era la dominante en casi toda Europa, aunque las ideas alemanas comenzaron a estudiarse con gran interés, especialmente a partir de la derrota francesa ante los prusianos en 1871. Sin embargo, antes de la Primera Guerra Mundial, alemanes y franceses (y sus imitadores) tenían muchos puntos comunes.
Antes de la Primer Guerra Mundial, la defensiva era una modalidad de combate muy poco apreciada en ninguno de los ejércitos europeos. La defensiva, todavía hoy, es una modalidad de combate en la que la iniciativa queda en manos del adversario, por lo que no puede conducir a resultados definitivos: un ejército en defensiva no puede vencer, más que de forma local y temporal. Además de ello, la actitud defensiva se asociaba en esa época a la idea de falta de decisión, cuando no directamente a cobardía. Esto no implica que los Estados Mayores no fuesen conscientes del impacto del incremento de la potencia de fuego sobre las tropas atacantes: simplemente se consideraba que la potencia de fuego del defensor era un costoso obstáculo que debía superar un atacante motivado y moralmente superior. Las rápidas victorias prusianas de la segunda mitad del s. XIX parecían confirmar que una veloz movilización de las reservas junto con una decidida acción ofensiva, podían alcanzar la victoria, a pesar de la potencia de fuego del defensor. Además de estas consideraciones puramente militares, en general, se consideraba que una guerra larga era imposible, debido al enorme trastorno que generaría en el sistema económico. En consecuencia, la guerra debía decidirse en un plazo de tiempo muy breve, lo que constituía una presión adicional en favor de la ofensiva. 
A estas consideraciones comunes se añadían las circunstancias propias de cada ejército y de cada Estado.
En el caso francés, la unificación alemana tras la victoria prusiana de 1871 dejó a Francia con un vecino hostil y mucho más poderoso en términos humanos y económicos de lo que era Prusia. Y, hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, la superioridad alemana no hizo sino aumentar: en 1870 una Francia de 36 millones de habitantes se había enfrentado a una Alemania de 41 millones. En 1905, Alemania contaba con 60 millones de habitantes, por 39 de Francia.
Como consecuencia en parte de esta creciente inferioridad, en Francia comenzó a abrirse paso la idea de que la única oportunidad francesa de derrotar a los alemanes pasaba por una ofensiva decidida, que condujese a una batalla decisiva, antes de que la mayor potencia demográfica y económica alemana hiciese decantarse el conflicto en contra de Francia.
A esto contribuyó también el análisis que los franceses hicieron de las causas profundas de la derrota en 1871. Este análisis se realizó en dos fases diferenciadas y contradictorias. En un primer momento, los franceses llegaron a la conclusión de que la derrota se había debido a la superior potencia de fuego de los prusianos. Como consecuencia, hicieron un importante esfuerzo en mejorar su Artillería y en aprovechar la potencia de fuego de su Infantería. El Règlement sur le Service des Armées en Campagne de 1875 (el único redactado entre 1871 y 1914 basado exclusivamente en la propia experiencia en combate), en su preámbulo especificaba que el fuego era el principal modo de acción, y recogía que la potencia de fuego de las armas actuales imposibilitaba el uso del orden cerrado en las zonas cubiertas por el fuego enemigo, en cualquier circunstancia.
Sin embargo, en una segunda fase de análisis, estas ideas cambiaron profundamente, llegando a la conclusión de que el desprecio hacia el pensamiento militar – típico del ejército francés del II Imperio  – en contraste con la fecunda tradición de pensamiento militar del Estado Mayor General prusiano, había sido la principal de las causas del fracaso militar francés. El estudio del pensamiento militar alemán llevó al descubrimiento de Clausewitz, y, a través de él, al ‘redescubrimiento’ de Napoléon. El énfasis ofensivo de los prusianos se identificó, para los franceses, como una mera copia de los métodos de Napoleón, y por ello como algo ‘genuinamente francés’.
El siglo XIX es el siglo del romanticismo, del que el nacionalismo es una expresión clave. La búsqueda de ‘tipos nacionales’ crea los estereotipos. Los franceses toman como su referencia histórica la ‘audacia céltica’ que describe Julio César en La Guerra de las Galias, como precedente de una supuesta ‘furia francesa’. De la misma manera, los éxitos de Napoleón se atribuyen en gran parte a la superioridad de valores morales del soldado francés, que estaría naturalmente dotado para la ofensiva. Según este razonamiento, la renuncia de los franceses a la ofensiva en 1870 habría sido la principal causa de la derrota francesa, al desperdiciar los ‘dones naturales’ del soldado francés.
En este contexto adquiere una gran influencia la obra Études sur le combat: combat antique et moderne, escrita por un oficial caído en 1870 en la batalla de Mars-La-Tour al frente de su 10º Regimiento de Infantería de Línea, el Coronel Ardant du Picq. En su obra defiende que, a igualdad de desarrollo tecnológico, sólo la ofensiva puede conducir a la victoria, y que sólo un ejército compuesto de hombres provistos de sólidos valores morales es capaz de tomar la ofensiva. La obra de Ardant du Picq era plenamente coherente con el espíritu romántico de la época y con la importancia que tanto Clausewitz como Napoleón concedían al factor humano en el combate. Esta obra, no siempre correctamente interpretada, fue un argumento de peso para los defensores de la ofensiva, y su influencia se reflejó en la edición de 1884 del Règlement sur le Service des Armées en Campagne, netamente ofensiva en su planteamiento, y en la que la incidencia en la potencia de fuego había cambiado hacia el protagonismo de la formación moral del soldado. Este enfoque ofensivo fue solo ligeramente atemperado en la edición de 1904, como resultado de las experiencias británicas en la Guerra de los Boers y en las operaciones coloniales en África. En estos mismos años, la mejora de la Artillería – la citada ‘crise de l’obus torpille’ – parecía confirmar que la defensiva basada en la fortificación no podría resistir a la potencia de fuego de la Artillería moderna, lo que reforzaba las ideas de los partidarios de la ofensiva.
Además de ello, los conflictos subsiguientes en los que se vio implicada Francia fueron esencialmente conflictos coloniales, en los que la Infantería tuvo todo el protagonismo, mientras que la política de alianzas parecía alejar la posibilidad de una guerra europea. En estos conflictos la disciplina y organización francesas (y europeas en general) y su superioridad en armamento, permitieron a fuerzas relativamente modestas derrotar a grandes ejércitos indígenas, lo que parecía confirmar la teoría de la ‘superioridad moral’ del soldado francés. Como consecuencia del predominio de este tipo de conflictos, en los años previos a 1914, la mayoría del generalato francés había hecho su carrera en guerras coloniales, donde el apoyo de Artillería o de Ingenieros había sido mínimo.
El espíritu ofensivo no era exclusivo del Ejército francés. En Alemania la defensiva sufría el mismo menosprecio institucional. Pese a que, para Moltke, la clave de la victoria era la ‘ofensiva estratégica’ y la ‘defensiva táctica’, la unificación alemana se había logrado gracias a una serie de conflictos (con Dinamarca, con Austria y con Francia) en los que una actitud decididamente ofensiva había permitido alcanzar rápidas victorias, ante enemigos que, precisamente, se habían caracterizado por una actitud defensiva (y por escasa pericia militar). Al igual que los franceses, los alemanes pensaban que la actitud ofensiva parecía ser la más propia del tipo nacional alemán.
Además de estas consideraciones ‘neorrománticas’, el problema estratégico de la Alemania Imperial era curiosamente similar al que se planteaba en Francia. Los franceses temían a un vecino más poderoso, y consideraban que sólo la ofensiva podría darles una rápida victoria antes de que el peso demográfico y económico de Alemania se impusiera en el campo de batalla. Por su parte, los alemanes se veían atrapados entre dos potentes enemigos, Francia y Rusia, y consideraban que sólo una rápida victoria frente a Francia (considerado el más débil de sus enemigos) les permitiría concentrar sus recursos frente a Rusia.
Además, el Estado Mayor alemán estimaba que la movilización rusa sería mucho más lenta que la francesa, dado el tamaño del país y su escasa red ferroviaria. Los generales alemanes creían posible derrotar a Francia antes de que Rusia acabase su movilización, pero ese razonamiento implicaba que el inicio de la movilización rusa tendría que desencadenar automáticamente el ataque alemán sobre Francia. Como los franceses, la conclusión era que sólo la ofensiva les proporcionaría una posibilidad de victoria. Sin embargo, la necesidad de contener a Rusia en el este mientras se derrotaba a Francia hizo que se adoptasen algunas tímidas medidas defensivas, como la mayor dotación de ametralladoras de la Infantería alemana. En realidad, los franceses compartían el análisis alemán, y, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, en el marco de la alianza ruso-francesa, invirtieron grandes sumas en la mejora de la red ferroviaria rusa, con la idea de acelerar las capacidades rusas de movilización.
La guerra ruso-japonesa de 1905 fue objeto de un detallado análisis por parte alemana. La conclusión de estos trabajos fue que el armamento moderno hacia muy costosos los ataques en campo abierto, conclusión que ponía en tela de juicio la actitud ofensiva del Ejército alemán (y la propia estrategia de supervivencia de Alemania en caso de un conflicto europeo). La solución –aportada por el propio Schlieffen– fue evitar los combates estáticos (como los efectuados en la guerra ruso-japonesa) mediante la movilidad constante de las unidades… Esta solución, sin embargo, exigía la existencia de espacio despejado para maniobrar. En realidad, pocos podían prever antes de 1914 el establecimiento de frentes continuos fortificados que impidieran la maniobra: esa situación carecía de precedentes en la Historia militar.
A diferencia de los demás Ejércitos beligerantes, en el caso alemán la innovación táctica se consideraba como un problema institucional, en el que todo el personal, de cualquier empleo, estaba plenamente implicado, y no como la tarea específica de un grupo más o menos seleccionado de especialistas. Como consecuencia, existía una gran facilidad para proponer soluciones a los problemas tácticos a cualquier nivel. Estas ideas se evaluaban rigurosamente y, si eran aceptadas, se difundían rápidamente al conjunto del Ejército. En consecuencia, el Ejercito Imperial alemán estaba mucho mejor preparado que la mayoría de sus contemporáneos para innovar en el plano táctico, lo que facilitó el rápido desarrollo durante el conflicto de una eficaz doctrina defensiva apenas existente antes de 1914.
En el caso del Reino Unido, es necesario citar que el Ejército británico de 1914 estaba singularmente mal preparado para una guerra europea. La mayoría de los Regimientos actuaban como ‘policía colonial’ en los distintos rincones del Imperio Británico, especializándose cada uno de ellos en las peculiaridades del combate en su zona. En consecuencia, no había doctrina ni procedimientos normalizados. Sin embargo, sí existía un elemento común: la reducida potencia de fuego de los rebeldes en los distintos puntos conflictivos del Imperio.
Desde el final de la Guerra de los Bóer (1899 – 1902), los británicos se habían enfrentado a rebeliones locales llevadas a cabo por tribus o ejércitos absolutamente anticuados en organización y muy mal dotados de armamento. Para solventar estas crisis locales, bastaban unas pocas unidades de Infantería, respaldadas en los casos más serios por algunas piezas artilleras ligeras… Este tipo de conflictos solían resolverse con una decidida intervención ofensiva que se saldaba, en general, con muy pocas bajas entre los soldados británicos. Por ello, los británicos carecían de ninguna experiencia en el combate de alta intensidad hacia el que se encaminaba Europa, pero mantenían una actitud general ofensiva.
El caso español era similar al europeo, con ciertas particularidades. Ya desde la Tercera Guerra Carlista (1872-1876), los militares españoles eran conscientes de la potencia del fuego que el armamento moderno otorgaba al defensor. El desarrollo de los combates durante esta guerra ya había obligado a la adopción del orden abierto, y a un interés relativamente excepcional en la Europa de la época, en las técnicas de fortificación en campaña: el Ejército español adoptó la costumbre de fortificar inmediatamente cualquier posición ocupada; de la misma manera, los efectos del fuego de Artillería sobre las fortificaciones de perfil elevado llevaron a la adopción regular de trincheras como forma preferente de fortificación de campaña, experimentando con diferentes disposiciones, profundidades y anchuras. Como consecuencia, la doctrina de 1881 especificaba  que:
 “[como consecuencia]… del alcance, de la precisión, de la tensión de la trayectoria y de la rapidez del tiro del fusil actual, el fuego es el medio principal y casi exclusivo de combate para las tropas que están en primera línea”.
Esta idea continuó dominando siguiente edición de la doctrina, de 1898. En cierta manera, esta orientación defensiva explica la pasividad de las tropas españolas desplegadas en Cuba frente a los norteamericanos en 1898: el Ejército español se limitó a esperar los ataques de los norteamericanos, confiando en que el desgaste que sufrirían frente al fuego defensivo español sería la clave de la victoria. Y, en principio, los combates de El Caney de las Lomas de San Juan parecían justificar esta creencia: las bajas norteamericanas más que doblaron a las españolas. Sin embargo, esta pasividad hizo que la superioridad numérica terrestre por parte española fuese irrelevante en el resultado final de conflicto.
Como veremos en el caso de los norteamericanos en Vietnam, la derrota en Cuba y Filipinas supuso un trauma institucional para el Ejército español. La reacción fue la de ‘olvidar’ todo lo que tuviese que ver con ambos conflictos: se condenó al olvido la enorme experiencia en contrainsurgencia adquirida en ambos teatros (lecciones que tuvieron que ser penosamente aprendidas de nuevo en Marruecos pocos años después), pero también se renunció a un análisis doctrinal del conflicto. Después de Cuba, el Ejército español se limitó a copiar de forma bastante acrítica las doctrinas en boga en Europa. No es sorprendente que la reacción del Ejército español fuese la de sumarse a la moda europea de la ‘ofensiva a ultranza’.
En conjunto, es posible afirmar que la eficacia del fuego defensivo sobre las unidades de Infantería atacantes era un hecho comúnmente aceptado en todos los Ejércitos europeos, pero se consideraba más que un impedimento para la maniobra, un obstáculo que debía y podía ser vencido por un atacante dotado de superiores valores morales.

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