La infantería antes de la I Guerra Mundial



Hasta la Primera Guerra Mundial la Infantería se articulaba en unidades a pie y dotadas de armamento homogéneo: fusiles con bayoneta. De ahí lo acertado de las denominaciones de sus unidades como ‘de fusileros’.
Todavía en los años inmediatamente anteriores a la Gran Guerra, los Ejércitos europeos seguían considerando que la Infantería actuaría de un modo básicamente similar al que había empleado en tiempos de Napoleón: desplazándose en columnas y desplegando en formaciones más o menos abiertas para el ataque.
La organización general de las unidades de Infantería en ataque contemplaba dos tipos de fuerzas distintas: unas avanzadillas compuestas de tiradores (la ‘Infantería ligera’ tradicional) que avanzaba en formaciones muy abiertas a vanguardia del grueso de las unidades, con la misión de hostigar a la fuerza enemiga, desorganizarla en lo posible y obstaculizar su despliegue. Tras esta pantalla de cobertura avanzaba el grueso de la Infantería (la ‘Infantería de línea’, llamada así por la formación tradicional en la que atacaba), con formaciones mucho más cerradas, encargadas de ejercer el papel resolutivo en la acción. Estas fuerzas se denominaban a veces ‘soportes’.
En defensiva, la Infantería contaba con la gran capacidad de fuego de sus fusiles, pero se esperaba mantener la formación y disparar en descargas al unísono, como medio de controlar el consumo de munición. Además de la línea, se contemplaba el despliegue en ‘cuadros’, para defenderse de la Caballería. Para facilitar el despliegue en cuadros, las unidades de Infantería se organizaban en cuatro elementos: las Compañías tenían cuatro Secciones (cada una de las cuales desplegaba en uno de los lados del cuadro) y los Batallones se organizaban a cuatro compañías, por idénticos motivos. No se contemplaban los cuadros por encima del nivel del Batallón. La fortificación apenas se trataba, pues se esperaba que la movilidad fuera un factor clave de la victoria.
Pese al enorme desarrollo del armamento individual, todavía se consideraba valido el adagio de Suvorov de que ‘el fuego es la locura, las bayonetas la sensatez’: todos los Ejércitos que estaban a punto de iniciar la guerra seguían contemplando el choque a la bayoneta (o la amenaza de éste) como el elemento decisivo en el combate de la Infantería. Para llegar a emplear la bayoneta, y ante la eficacia demostrada de los nuevos fusiles, era necesario que la Infantería se moviese con rapidez (para estar menos tiempo expuesta al fuego enemigo) y que los infantes tuviesen las condiciones morales necesarias para proseguir el avance hasta la distancia de asalto, pese a las bajas sufridas.
Como ejemplo, el Reglamento de Infantería alemán de 1899 establecía que:
‘Cuando el jefe decida iniciar el asalto, el corneta tocará ‘fijar las bayonetas’ (…) Tan pronto como se haya formado en línea para el asalto, el corneta tocará ‘de frente, paso ligero’, los tambores harán sonar sus cajas y toda la fuerza se lanzará con la mayor determinación contra el enemigo. Será un punto de honor para los tiradores avanzados no dejar que los soportes los alcancen antes de que hayan penetrado en la posición enemiga. Cuando se encuentren inmediatamente frente al enemigo, los hombres cargarán a la bayoneta, y, con un grito, penetrarán en la posición’.

Todavía en 1910, el General Sir Lancelot Kiggle, muy próximo al futuro jefe británico en Flandes, Sir Douglas Haig, escribía que:
‘La victoria se alcanza en realidad mediante la bayoneta o el miedo a ella, lo que al final es lo mismo a efectos de la ejecución del ataque’.

Y uno de los protagonistas de la Gran Guerra, el Mariscal Foch, mantenía en 1911 que:
‘Cualquier mejora en las armas de fuego solo añade fuerza a la ofensiva’.

Esta percepción sobre el combate de Infantería se traducía en una cierta resistencia a introducir cualquier ‘novedad’ que pudiese dificultar el rápido avance de los infantes por la zona sometida al fuego enemigo. En este sentido, una de las armas que protagonizaron el conflicto, la ametralladora, era muy poco apreciada en vísperas de la Gran Guerra.
En efecto, en los Ejércitos de principios del siglo XX, las ametralladoras eran, en general, escasas, (con la excepción del Ejército alemán, explicada más adelante), pues eran pesadas y su consumo de munición era (relativamente) alto, lo que imponía exigencias en la cantidad de munición a transportar. Puesto que se consideraba que el combate se basaría esencialmente en la movilidad, se juzgaba que las pesadas ametralladoras limitarían la velocidad de movimiento de la Infantería, por lo que no parecían tener una función que no fuese defensiva. De hecho, en 1914 la dotación habitual de estas armas era de solo una Sección de dos ametralladoras por unidad tipo Batallón.
La ‘excepción alemana’ no se debía a que considerasen un uso distinto de la ametralladora, sino del hecho de que su posición geográfica entre dos enemigos poderosos (Francia y Rusia) hacía inevitable adoptar la defensiva en uno de los frentes, mientras se derrotaba ofensivamente al otro adversario. Los alemanes consideraban que el fuego de una ametralladora en defensiva equivalía al de varias docenas de infantes, mientras que era más sencillo adiestrar a la dotación de una de estas máquinas que a las docenas de infantes equivalentes. Pese a disponer de numerosas ametralladoras, tampoco los alemanes tenían una doctrina clara de empleo, especialmente, en ofensiva.
No obstante, el principal objeto de las discusiones tácticas acerca del empleo de la Infantería en los años previos a la Primera Guerra Mundial se centró, con gran diferencia, en la cuestión del empleo de formaciones en ‘orden abierto’ o en ‘orden cerrad
o’.
A lo largo del siglo XIX el mencionado incremento de la potencia de fuego fue un proceso progresivo, paralelo al desarrollo general de la tecnología. De hecho, mucho antes del cataclismo de 1914, ya hubo claras ‘advertencias’ de la situación que se avecinaba, como la Guerra Civil norteamericana, los efectos del empleo de las ametralladoras Maxim en Sudán por los británicos (en la batalla de Omdurmán, el 2 de septiembre de 1898, una pequeña fuerza expedicionaria británica derrotó a un contingente cinco veces superior de sudaneses; estos fueron incapaces de acercarse a más de 50 m. de las líneas británicas, gracias en gran medida al empleo por los británicos de ocho ametralladoras Maxim) o los efectos de la artillería de tiro rápido y de las ametralladoras en la Guerra Ruso-Japonesa de 1905.
Sin embargo, antes de 1914, las ametralladoras eran armas muy escasas. En realidad, se consideraban casi como piezas de Artillería, apreciación que derivaba de sus elevados peso y volumen, que forzaban su transporte en montajes similares a los de las piezas ligeras. Sin embargo, su limitado alcance (en comparación con los cañones) y la escasa potencia de sus proyectiles, hacían que los artilleros mostrasen muy poco interés en ellas. Solo cuando los avances técnicos permitieron aligerar estas armas – ya a principios del s. XX –  comenzaron a ser suministradas a las unidades de Infantería, que no se mostraron muy entusiasmadas con ellas, debido a su todavía elevado peso, a su previsiblemente elevado consumo de munición y a su falta de precisión en el tiro. Estas características parecían hacer a estas armas aptas únicamente para acciones defensivas, una modalidad de combate muy poco apreciada.
En conjunto, en términos de potencia de fuego, el ejemplo siguiente resulta ilustrativo:
En 1800, un fusilero bien adiestrado podía disparar 2 disparos por minuto, con un alcance de unos 200 m. La Infantería atacante necesita aproximadamente 1 minuto para cubrir 200 m. a paso de carga. En consecuencia, una unidad en ataque sólo recibía dos descargas de fusilería enemigas, hechas con mosquetes de ánima lisa (muy poco precisos). Resultado: bajas limitadas.
En 1914, un fusilero podía disparar diez o más disparos por minuto, con un alcance de 1000 m. La Infantería atacante necesita no menos de 5 minutos para cubrir 1000 m. a la carrera. En consecuencia, una unidad en ataque recibía no menos de cincuenta descargas enemigas, hechas con fusiles rayados (muy precisos). La cantidad de fuego recibida se había multiplicado por 25, sin tener en cuenta el enorme incremento de la precisión. Si a eso le añadimos el fuego de las ametralladoras (300 dpm de cadencia media en 1914) y el de la Artillería, resulta evidente que los ataques de Infantería se enfrentaban a un escenario mucho más peligroso que el de principios del siglo XIX. Este cálculo es ‘conservador’: ya en 1862, Moltke calculaba que la Caballería recibiría cien descargas antes de llegar al choque, y la Infantería, un millar.
La primera consecuencia de este hecho fue el abandono progresivo de las formaciones de ‘orden cerrado’, que presentaban excelentes blancos al fuego enemigo, y su sustitución por las de ‘orden abierto’ u ‘orden extendido’, buscando reducir los efectos del fuego mediante la dispersión. Estas nuevas formaciones implicaban un marco organizativo y psicológico completamente diferente del ligado al ‘orden cerrado’. La transición hacia el ‘orden abierto’ no fue ni universal, ni inmediata, ni exenta de críticas.
El ‘orden cerrado’ se caracteriza por la densidad de las formaciones, por la adopción de movimientos regulados y que se ejecutan por la unidad de forma simultánea. En este tipo de formaciones, el soldado no tiene que pensar por sí mismo: basta que obedezca fielmente las órdenes recibidas. El ‘orden cerrado’ proporciona al soldado sensación de pertenencia a una Unidad y la compañía de sus iguales le da seguridad.
La forma de combatir en las formaciones de ‘orden cerrado’ permite que un número reducido de Oficiales y Suboficiales controle a una gran cantidad de tropa. Los deberes de los Oficiales y Suboficiales (especialmente de éstos últimos) se limitan a vigilar el exacto cumplimiento de las órdenes, y a mantener en todo caso la formación. Mientras la unidad mantenga la formación, seguirá combatiendo. De la tropa y de sus mandos directos no se esperan ni iniciativa ni profundos conocimientos tácticos o técnicos, sino disciplina y valor.
En cambio, en las formaciones en ‘orden abierto’, el soldado es un combatiente mucho más individual: no siempre recibirá órdenes sobre lo que tiene que hacer en cada momento, sino que se espera que él sea capaz de adoptar sus propias decisiones, en el marco de las órdenes recibidas. De la misma forma, los Oficiales y Suboficiales no pueden limitarse a vigilar el cumplimiento de las órdenes, sino que deben estar en condiciones de mantener la cohesión de su Unidad cuando ella está inherentemente dispersa. Esto obliga a que tengan un mayor grado de iniciativa y unos conocimientos tácticos superiores. Además de ello, la dispersión destruye el sentimiento de seguridad que proporciona al soldado el ‘orden cerrado’, por lo que éste tiende a verse en un campo de batalla ‘vacío’, en el que se siente solo frente al enemigo.
 Las diferentes características del ‘orden cerrado’ y el ‘orden abierto’ hacían que fuese muy difícil a las unidades adiestradas en ‘orden cerrado’ (la apropiadamente llamada ‘Infantería de línea’) adoptar el ‘orden abierto’, mucho más familiar para las unidades de la antigua ‘Infantería ligera’ ‘cazadores’, ‘tirailleurs’, ‘jaeger’… que constituían una minoría de las unidades de Infantería en el siglo XIX. La Infantería ligera de los siglos XVIII y XIX se componía de unidades que combatían a pie, pero que no empleaban el orden cerrado. Combatían en orden abierto, formando una cortina de tiradores que cubrían al grueso de la Infantería de línea, desorganizando las formaciones enemigas. También combatían hostigando con sus fuegos a las fuerzas enemigas desde la distancia. Se les denominaba también ‘escaramuzadores’.
Con bastante justificación, los mandos de las unidades ‘de línea’ temían que los soldados adiestrados en combate en ‘orden cerrado’ fuesen incapaces de asumir la iniciativa necesaria para el combate en ‘orden abierto’. Este efecto era aún mayor para el caso de los grandes Ejércitos de leva de la época, en los que la instrucción de la tropa (y en muchos casos, de los mandos) era limitada. Se temía que, en la soledad del ‘orden abierto’, un soldado poco instruido cediese al miedo. Este temor al pánico de la tropa justificó el empleo en combate del ‘orden cerrado’ mucho después de fuese evidente la vulnerabilidad de este tipo de formaciones.
En Crimea (1854 – 1855) todavía se emplearon formaciones cerradas, pero se generalizó entre franceses y británicos el uso de fusiles basados en el sistema inventado por el Capitán francés Minié; eran fusiles de ánima rayada, pero de avancarga, empleando una bala cónica que permitía una recarga rápida (entraba con facilidad por el cañón rayado) y que se expandía al disparar, tomando las rayas del ánima. Los fusiles ‘sistema Minié’ permitían obtener un alcance eficaz de unos 600 m, con una cadencia de unos 4 disparos por minuto. Esta mejora de la potencia de fuego se tradujo en la posibilidad de disminuir la densidad de las formaciones de Infantería, permitiendo despliegues con menor cantidad de tropas, pero con una capacidad de combate igual o superior a la de sus predecesores. La introducción del sistema Minié se tradujo también en una mayor mortandad entre las formaciones cerradas de Infantería en ofensiva, limitando severamente su maniobra.
En las Guerras de la Unificación de Italia (1859), los infantes austríacos – mal instruidos en el manejo de sus nuevas armas – no supieron sacar partido de sus modernos fusiles Lorenz, versión local del ‘sistema Minié’, y fueron derrotados por los piamonteses, que empleaban formaciones cerradas, lo que supuso un breve renacimiento de las opiniones favorables a las formaciones de orden cerrado.
La Guerra Civil norteamericana (1863 – 1864) se caracterizó por el uso de armas muy variadas (fusiles tipo Minié – principalmente el Springfield 1861 –  junto con fusiles rayados más antiguos e, incluso, con mosquetes de ánima lisa) y por la convivencia de formaciones cerradas y abiertas, incluso ejecutadas por las mismas tropas y en las mismas batallas… Sin embargo, las cifras de bajas de esta guerra (650.000 soldados muertos – si bien 2/3 de ellos por enfermedad -, sobre una población total de 32 millones) comenzaron a poner de relieve que el orden abierto no era una solución suficiente cuando se enfrentaban a formaciones dotadas con armamento moderno.
La experiencia de la Guerra de Secesión llevó al desarrollo por el General Emory Upton de un nuevo sistema de táctica de Infantería empleando el orden abierto, y basado en Pelotones de ocho hombres (hasta entonces, la unidad base era la Compañía). Los Pelotones de Upton buscaban esencialmente un medio de controlar el fuego y el movimiento. No estaba previsto que fuesen capaces de maniobrar por sí mismos, ni de servir como elementos de una Sección que maniobrara: la Compañía seguía siendo el elemento más pequeño capaz de ejecutar maniobras. El jefe de este Pelotón, por ejemplo, supervisaba la salva de fuego y se aseguraba de que todos los miembros del Pelotón tomaban parte en cada uno de los ‘saltos’ (movimiento a vanguardia a la carrera, seguido de la búsqueda de protección, normalmente en cuerpo a tierra) en ataque, pero siempre en el marco de la acción de su Compañía. El Pelotón de Upton respondía a la necesidad de controlar a los soldados cuando se combatía en formaciones abiertas, pero no pretendía dar iniciativa a las unidades menores.
Las Guerras de la Unificación alemana (la guerra de Dinamarca de 1864, la guerra austro-prusiana de 1866 y la franco-prusiana de 1870) se caracterizaron por la progresiva introducción de avances técnicos, destacando especialmente la ‘pólvora sin humo’ (compuesto químico fabricado sobre una base de nitrocelulosa). Este tipo de pólvora incrementó aún más la ventaja de la defensiva, desde el momento en que el atacante tenía más difícil localizar el origen del fuego defensivo. Este desarrollo tecnológico se unió a la aparición de fusiles de retrocarga, como el Chassepot francés (el primer fusil de cerrojo), o el prusiano Dreyse. La retrocarga permitía al defensor hacer fuego más rápido (siete disparos por minuto, por cuatro de un Minié) y recargar tendido en el terreno, protegido por cualquier pequeño obstáculo en el campo de batalla, lo que unido al uso de ‘pólvora sin humo’ dejaba al atacante en notoria desventaja. Pese a ello, en estas guerras se adoptaron formaciones de ataque en orden abierto o cerrado, según los casos. Las rápidas victorias prusianas sobre los austríacos (Sadowa/Königratz en 1866) y sobre los franceses (Sedán y Metz en 1870), produjeron el denominado ‘espejismo de Moltke’: parecía que una rápida movilización de las reservas, combinada con el empleo del ferrocarril y una decidida acción ofensiva podría permitir rápidas y victoriosas campañas.
Sin embargo, el rápido desenlace de ambos conflictos ocultaba el hecho de que la superioridad de los prusianos sobre los austríacos se había debido en gran medida al empleo de fusiles de retrocarga (modelo Dreyse, con sistema ‘de aguja’), mientras que los austríacos seguían empleando fusiles de avancarga (todavía del modelo Lorenz). En la guerra franco-prusiana eran los franceses los que contaban con el mejor fusil, el citado Chassepot, pero los prusianos más que compensaron esta deficiencia con una artillería superior a la francesa. Además de ello, los Oficiales del Ejército francés del II Imperio procedían, en general, de orígenes muy humildes, y en muchos casos apenas sabían leer y escribir, lo que se traducía en una baja calidad general de las Unidades, especialmente en las Armas técnicas: los Oficiales del Ejército francés procedían de personal de tropa, al estilo de los Mariscales de Napoléon; existía una aversión institucionalizada hacia el desarrollo intelectual, fuertemente enraizada en el Ejército francés. En palabras del General MacMahon (el derrotado en Sedán) ‘borraré de la lista de ascensos a cualquier Oficial cuyo nombre haya visto en la portada de un libro’.
Pese a ello, episodios como el ataque de la División de la Guardia de Prusia en Saint-Privat (donde esa División de elite sufrió 8.000 bajas – la mitad de sus efectivos – en veinte minutos, cuando intentó tomar esa pequeña población, atacando en orden cerrado demostraban que el fusil de repetición otorgaba a la Infantería una potencia de fuego que obligaba a un cambio de tácticas ofensivas. 
En la Guerra Franco-Prusiana, el material había sido esencial para la victoria de los prusianos, mientras que, en tiempos de Napoleón, el armamento de los contendientes era básicamente similar y nunca había sido un factor esencial en el resultado de las batallas. Los fulgurantes éxitos prusianos ocultaron temporalmente el hecho de que el campo de batalla se estaba convirtiendo en un lugar mucho más letal de lo que había sido hasta entonces, lo que limitaba las posibilidades de maniobra de la Infantería (y, en consecuencia, del conjunto de los Ejércitos).
Sin embargo, la transición de los Ejércitos cuyo adiestramiento estaba basado en el orden cerrado hacia el combate en orden abierto no fue sencilla: tanto en la Guerra de Secesión norteamericana como en la guerra franco-prusiana, los combates en orden abierto fueron complejos, debido tanto a la inexperiencia de los Oficiales y Suboficiales para ejercer sus funciones en unidades mucho más dispersas, como a la falta de iniciativa de la tropa para avanzar de forma casi individual hacia un enemigo dotado con una inusitada potencia de fuego. El problema llegó a ser tan serio como para que apareciesen voces autorizadas que abogaban por la vuelta al orden cerrado. Este orden cerrado, era, sin embargo, diferente al tradicional: se buscaban unidades menores (del Batallón como unidad básica se pasó a la Compañía), y las distancias e intervalos entre Compañías se aumentaron considerablemente, como también se hizo en cierta medida con la separación entre combatientes individuales.
Este renacimiento del orden cerrado se desarrolló en paralelo a la adopción del fusil de repetición. El efecto de ambos fenómenos se pudo atisbar en la guerra hispano-norteamericana: en la heroica defensa de El Caney o las Lomas de San Juan tuvo mucho que ver la eficacia del Mauser español, frente a los anticuados Krag-Jørgensen norteamericanos (tras el fin de la guerra, el U.S. Army adoptó con urgencia un fusil de repetición, inspirado en el Mauser, el Springfield M-1903) y la maniobra de los norteamericanos en formaciones cerradas (aunque ligeramente más dispersas que las empleadas en la Guerra de Secesión norteamericana). También en ese conflicto pudo atisbarse la eficacia futura de la ametralladora, dado el papel esencial en la victoria norteamericana en las Lomas de San Juan de las ametralladoras Gatling, pese a tratarse de ingenios muy poco móviles (eran transportadas sobre un armón de Artillería, dado su peso superior a los 200 kg.) y su relativamente escasa cadencia de tiro (alrededor de los 200 disparos por minuto).
Las experiencias obtenidas en las guerras coloniales fueron otro elemento que contribuyó a retrasar la adopción del orden abierto: muchos de los jefes militares más destacados de los Ejércitos francés, británico o ruso durante el siglo XIX habían hecho su carrera en las guerras de expansión colonial europea. En realidad, gran parte de las ‘excepciones’ tácticas y organizativas prusianas y luego alemanas nacen precisamente de su falta de experiencia colonial. Estas guerras se caracterizaron por el despliegue por las potencias europeas de fuerzas relativamente reducidas (por lo que primaba el mando personal, y no eran necesarios grandes Estados Mayores), y porque el enemigo tenía una potencia de fuego comparativamente muy escasa. En consecuencia, incluso empleando las familiares formaciones cerradas, los Ejércitos europeos habían sido capaces de hacer frente a adversarios mucho más numerosos. Así, 3.000 rusos dirigidos por Romanovski derrotaron a 40.000 indígenas en Yedshar en 1866; en 1879, Lord Chelmsford derrotó a los zulúes en Ulundi empleando cuadros de Infantería (y una ametralladora tipo Gatling);  el general Wolseley derrotó en Tel-el-Kebir a los egipcios en 1882 empleando formaciones continuas con dos líneas de infantes dotadas de fusiles de repetición (y, nuevamente, seis ametralladoras Gatling, esta vez apoyando una acción ofensiva); Lord Kitchener venció a los sudaneses en Omdurman en 1898 desplegando en orden cerrado (nuevamente con un papel fundamental de sus ametralladoras); Bugueaud empleó con éxito las formaciones de orden cerrado en Argelia…
El impacto de la experiencia colonial fue comparativamente mayor en Francia, por la práctica de rotar los Regimientos de Infantería en las operaciones de ultramar (entre 1830 y 1854, dos tercios de estos Regimientos sirvieron en Argelia durante una media de seis años). Las experiencias coloniales parecían confirmar las ideas imperantes: una Infantería moralmente superior y correctamente adiestrada podía combatir con éxito en orden cerrado. Sin embargo, esta conclusión obviaba el factor de cambio fundamental en el campo de batalla europeo (y ausente en las colonias): el enorme incremento de la potencia de fuego derivado del fusil de repetición, de la ametralladora y de la Artillería de tiro rápido. En efecto, frente a un enemigo dotado de estos medios, ni las filas continuas ni los cuadros habrían podido mantenerse.
Un ejemplo temprano del efecto del incremento de la potencia de fuego, ya durante la guerra ruso-japonesa de 1905, lo recogió un periodista alemán que presenció un ataque japonés contra un reducto ruso:
‘El 8 de enero de 1905, cerca de Lin-chin-pu, los japoneses atacaron una posición rusa armada con dos ametralladoras Maxim. Una Compañía de Infantería japonesa, con unos doscientos hombres, avanzó en orden abierto, por saltos. Los rusos se retuvieron su fuego hasta que los japoneses se acercaron a unos 250 m. Entonces, las dos ametralladoras entraron en acción. En menos de dos minutos dispararon más de mil disparos y barrieron literalmente a la Infantería japonesa’.
Cuando comienza la Gran Guerra, todos los Ejércitos contendientes contaban ya con excelentes fusiles de repetición (Mauser, Lebel, Lee-Enfield, Männlicher, Carcano…) y artillería ‘de tiro rápido’ (como el Schneider 75 mm. francés, el 7,7 cm FK 96 alemán o el 18 pounder británico…), junto con un cierto número de ametralladoras (12.000 los alemanes, que habían enfatizado su empleo en su Reglamento de Infantería de 1906; unos pocos cientos cada uno de los demás Ejércitos), todavía muy pesadas (eran habituales pesos de entre 30 y 80 kg), aunque no había ideas muy claras sobre su empleo: su excesivo peso y elevado consumo de municiones parecían descartar su uso ofensivo, mientras que la defensiva era una actitud marginada en los Ejércitos europeos y, en consecuencia, poco estudiada.
Por esta indefinición doctrinal, hasta entrada la Primera Guerra Mundial hubo defensores y detractores del orden abierto y del orden cerrado. En 1914, no se había alcanzado una solución definitiva, aunque los Ejércitos europeos tenían una cierta preferencia por el orden cerrado, tanto por tradición como por facilitar la instrucción de la tropa de reemplazo: el orden cerrado era más sencillo de aprender y de mandar, y facilitaba el adiestramiento de Ejércitos cuya tropa pasaba poco tiempo en filas. No obstante, no existía una doctrina unificada, y cada Ejército, o, incluso, cada Regimiento dentro de cada Ejército, mantenía criterios diferentes sobre el tema. De hecho, al inicio de la Gran Guerra, en todos los Ejércitos contendientes hubo unidades que emplearon unas u otras, con resultados variados.
Sin embargo, ni el orden cerrado ni el orden abierto permitieron por sí solos a la Infantería ejecutar ofensivas con unas bajas asumibles. En octubre de 1914, los alemanes atacaron en Langemarck (Bélgica) con el XXIII Cuerpo de Ejército de Reserva, encuadrado en el 4º Ejército (1ª batalla de Yprès). Sus Divisiones estaban formadas por reclutas voluntarios, en gran parte estudiantes universitarios, pobremente adiestrados, que atacaron a la V Brigada de la 2ª División británica, sin apoyo artillero, y confiando exclusivamente en el apoyo del fuego de fusilería. El ataque, ejecutado en orden cerrado, se saldó con más de quinientos muertos y varios miles de heridos, por menos de cincuenta bajas británicas. Atribuyendo el fracaso al escaso adiestramiento de las tropas, los alemanes reiteraron el ataque con unidades de la Guardia Imperial, igualmente empleando el orden cerrado, con resultados similares: el problema no era de adiestramiento, sino de procedimientos. Por su parte, el ataque británico en Loos en 1915, en orden abierto, pero con apoyo artillero insuficiente, tuvo similares resultados, como se explica en mayor detalle en párrafos sucesivos. El orden abierto podía disminuir el número de bajas, pero no aportaba una solución definitiva al problema de la vulnerabilidad de la Infantería.

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